La armadura de Dios
(Ef. 6: 10-13)

 10 Finalmente, dejen que el gran poder de Cristo les dé las fuerzas necesarias.11 Protéjanse con la armadura que Dios les ha dado, y así podrán resistir los ataques del diablo.12 Porque no luchamos contra gente como nosotros, sino contra espíritus malvados que actúan en el cielo. Ellos imponen su autoridad y su poder en el mundo actual.13 Por lo tanto, ¡protéjanse con la armadura completa! Así, cuando llegue el día malo, podrán resistir los ataques del enemigo. Y cuando hayan peleado hasta el fin, seguirán estando firmes.

USANDO LAS ARMAS ESPIRITUALES

Partes donde va la armadura: lomos, parte del cuerpo, pies, tórax y mano, la cabeza, la mente y el espíritu.
La armadura en sí: correas de amarre, vestido, zapatos o sandalias, escudo, yelmo, espada. La actitud de oración y súplica.
La armadura metaforizada: la verdad, la coraza de justicia, el apresto del evangelio de la paz, la fe, la salvación, el Espíritu o la Palabra de Dios, oración y súplica, velar con perseverancia.

 

(5) El yelmo de la salvación (vs. 17) Es bueno el cristiano mantenga siempre el yelmo, su confianza en la salvación de Dios. ¿Duda usted de su salvación?

En esta figura metafórica de Pablo podemos darnos cuenta de que se trata de la forma en que un centurión o soldado romano se vestía para el combate. Si lo vemos de arriba hacia abajo detectamos primero que nada que en la cabeza tenía un yelmo. El yelmo es una especie de casco que se coloca en la cabeza, y cubre parte de la frente, con un metal resistente a flechas, a golpes, y a pequeñas piedras. La cabeza es uno de los sitios vitales en el combate; si se nos hiere allí todo el cuerpo se desvanece. Por eso hay que protegerla bien, con un yelmo. Pero Pablo habla del yelmo de la salvación. Coloca la salvación en la cabeza.

La salvación es uno de los puntos doctrinales preferidos para el ataque. Tú no eres salvo, parece ser la voz registrada en nuestra conciencia para reconstruir el andamiaje del evangelio. Entonces nuestra mente echa a andar por esos derroteros que nos hacen desvariar apocados, suprimidos del gozo, acusados una y mil veces de haberla perdido. Tú no puedes orar con tantos pecados cometidos, otra de las voces predilectas del enemigo hacia nuestra conciencia. Parece ser que con suma ironía Lucifer se preocupa por nuestro estado de santidad mucho más que nosotros o que nuestro Salvador. ¿Quién es él para hablarnos de santidad y juzgar si podemos o no orar en la condición cualquiera que sea que estemos? Pero su voz retumba en nuestra mente y abandonamos la cámara de oración hasta que nos sintamos puros. En este punto invertimos la carreta y la colocamos delante del caballo: primero tenemos que purificarnos para luego ir al Padre en oración. Craso error, pues ¿dónde podríamos lavar mejor nuestros pies que en su presencia santa?

Los recuerdos continuos de nuestros errores, viejos o recientes, son producto de la suspicacia con que actúa nuestro enemigo, el del Paraíso Perdido. Como nuestra naturaleza sigue contaminada como producto de la caída humana, él encuentra una vía expedita para llegar a nosotros y nos susurra los más terribles pensamientos en los momentos en que nos consideramos con mayor comunión con el Padre. A pesar de que Jesucristo no se contaminó con el pecado, por lo que su naturaleza era absolutamente santa –separada del mal-, tuvo ataques parecidos. Fue Pedro el instrumento usado por Satanás: Que esto no te acontezca, fueron las amables palabras del apóstol. La respuesta de Jesús fue contundente e ilustrativa: Apártate de mí Satanás porque me eres tropiezo. Este texto se recoge en Mateo 16, versos 13 al 23. La secuencia del mismo es la siguiente: Jesús había preguntado a sus discípulos quién decía la gente que era él. Luego les repreguntó a ellos acerca de lo mismo, y Pedro de inmediato dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Jesús entonces felicitó a Pedro porque esto no se lo había revelado nadie más que su Padre que está en los cielos, y su declaración que acababa de hacer era la roca o la piedra en que se fundaría la iglesia: vale decir, el fundamento de la iglesia era esa declaración de Pedro recién revelada por el Padre mismo. Momentos más tarde Jesús les anuncia que él debe padecer, morir y resucitar, pero Pedro, de inmediato también, le dijo dos cosas terribles a Jesús: ten compasión de ti y en ninguna manera esto te acontezca.

La autocompasión es una de las mayores miserias mentales, es el desgaste cerebral por excelencia, descompone el andamiaje estructural del YO, recircula el pensamiento en un lamento que sutilmente recrimina a Dios por todo lo que nos pasa. Y el hecho de que el sacrificio de Cristo no aconteciera era el propósito de Satanás desde la caída de Adán, en su sentencia del Génesis 3:15. Satanás se había procurado evitar la presencia del Mesías en la tierra; quería hacer fracasar el cumplimiento de la promesa de redención al hombre. Se había encargado de entorpecer el vehículo de aparición del Mesías, haciendo que varias mujeres quedaran estériles, que se persiguiera a los niños recién nacidos para que Herodes no se sintiera amenazado en su trono. Había tentado a Jesús para que cometiera aunque sea un error, pero todo le había resultado imposible. Llegado el momento en que su derrota se haría pública, a pocos días de consumarse el sacrificio de Jesucristo, Satanás intenta a través de uno de sus discípulos más destacados, precisamente a través de aquél a quien el Padre acababa de revelar semejante verdad, que Cristo era la roca en la que se fundaría la Iglesia. ¿Quién podría sospechar algo si el Padre acababa de revelar semejante verdad a Pedro? ¿Quién mejor que Pedro para lanzar esas frases de compasión para su maestro? ¿Acaso no había cierta autoridad en el apóstol, una vez recibida semejante revelación, como para permitirse unas palabras de consuelo? Sin embargo la respuesta de Jesús fue contundente: le dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí Satanás! Era el diablo mismo quien hablaba con las palabras de Pedro, de ese Pedro que acababa de ser utilizado por el Padre para hablar también, con la revelación que le había dado acerca del Cristo.

Jesucristo tenía muy claro en su mente la situación en que se encontraba. No necesitaba el yelmo de la salvación puesto que Él es el Salvador nuestro. Pero su mente era perfecta y podía entender las voces que le hablaban. Si esto aconteció en Pedro, cuánto más nosotros debemos tener el yelmo de la salvación puesto en nuestra cabeza. La cabeza simboliza el entendimiento del cuerpo doctrinal del evangelio. Simboliza la mente que es capaz de comprender las Escrituras examinadas y excudriñadas; tenemos que controlar los pensamientos que circulan desordenadamente dentro de ella. ¿Cómo lograrlo? La respuesta está en la cámara de oración, llevando todo pensamiento cautivo a Cristo.

El cinto (Efesios 6:14) Es “la verdad.” Para pelear en una forma más segura hay que apretarse bien el cinto, o sea, hay que ceñirse de la verdad bien.

 

Después de ver el yelmo en la cabeza del soldado romano, podemos dirigir nuestra mirada al cinto y al vestido: a las correas que amarran el vestido mismo. El gladiador romano no podía tener la vestimenta floja, como si nosotros tuviésemos un pantalón sin botones, o sin correa, demasiado ancho de manera que tuviésemos que estar pendientes de que no se caigan. Eso sería una enorme distracción e inconveniente en un campo de batalla. Por lo tanto el cinto ceñía los lomos, una correa ancha y fuerte que terciaba el torax, pasaba en forma cruzada por sobre un hombro hacia la espalda y terminaba tanto en el frente como en la parte trasera aferrando la cintura, que afianzaba la vestimenta o coraza al cuerpo. La coraza era normalmente hecha con textura metálica, o con cuero grueso y resistente a golpes. Ese cinto es metaforizado con la Verdad y la vestimenta con la Justicia.

¿Qué es la verdad? Yo soy el camino, la verdad y la vida. Esas son palabras de Jesucristo. La verdad debe sujetar nuestra cubierta corporal, permitir el soporte de los demás aperos: el arco, las flechas, la espada. La verdad permite el movimiento libre, pues conociéndola seremos libres. Libres de la duda, de la ignorancia, libres del pecado mismo. Pues si hemos pecado abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Eso dice Juan en una de sus cartas. Pero también implica la verdad de las cosas, que no es otro asunto que el conocimiento objetivo de los hechos. Nos hacemos científicos al obtener conocimiento objetivo, dejando a un lado la interpretación subjetiva, y entramos en un conocimiento mucho más universal, compartido por todos aquellos que poseen ese conocimiento de la verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él; pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas (1 Juan 3:19-20). En este texto se nos anuncia que la verdad asegura nuestro corazón delante de él, como el cinto asegura el vestido del gladiador. Si el yelmo está bien colocado, asegurando nuestros pensamientos doctrinales, el cinto nos afianza en nuestra pertenencia a la verdad, por lo que nuestros corazones se asegurán en su presencia.


La coraza de justicia (vs.14) La coraza era la que cubría el pecho del solado. Sin la coraza, la justicia nuestra, no tenemos defensa.

La coraza de la Justicia. La coraza romana era parte del vestuario, cubría el tórax y la espalda, y junto con el cinto afianzaban al cuerpo todos los pendientes que le eran necesarios para el combate. A los que llamó, a éstos también justificó. La justicia para con Dios nos trae paz. Si el hombre en Adán estaba en deuda con el Creador, sin importar que la deuda fuese impagable ella existía por sí sola. Adán dejó como herencia un pasivo que sus hijos debían asumir. En muchos sistemas hereditarios de la antigüedad, y hasta hace poco, la herencia no tenía beneficio de inventario. Los herederos acudían a la masa de los bienes y si los pasivos superaban a los activos ellos se obligaban por ley a saldar la deuda. De manera que heredar era una especie de lotería, nunca se sabía a ciencia cierta hasta la verificación post-mortem del resultado real de la masa heredada. Heredamos de Adán el pecado y la paga del pecado es muerte, muerte eterna. Ese es el dictamen en la Biblia, el libro que consideramos inspirado por Dios. El sacrificio de Jesucristo se hizo suficiente para saldar dicha deuda y nos traslada el beneficio de inventario. Podemos inventariar la herencia adánica y con certeza sabemos que son más los activos que los pasivos, pues el pasivo heredado desde Adán fue abolido en la Cruz por Jesucristo. Sin embargo, debemos aclarar que ese pasivo abolido lo es para aquéllos que son llamados a la gracia eterna. A los que antes conoció (con quienes tuvo comunión íntima) también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Luego los llamó, y una vez llamados los justificó para darles finalmente gloria. Esa justificación es suficiente como coraza protectora del tórax y la espalda, donde se puede ser vulnerable en el corazón y en los pulmones, órganos por demás vitales.

Nuestro corazón se siente protegido en lo más íntimo, así como nuestros órganos respiratorios, por la coraza de justicia. El cristiano que se coloca la armadura de Dios ya no teme acerca de su salvación ni de sus pensamientos confusos; ya no teme acerca de si está o no justificado; ya no teme acerca de la doctrina, pues en su mente habita la Palabra escudriñada y estudiada y con sus pulmones respira aliento de vida al saber que está justificado plenamente. Por demás está decir que esa justificación le redunda en paz para su alma.

El escudo de fe (vs16) Un buen soldado de Jesús para defenderse debe usar su escudo. ¿Cómo está su escudo de fe? Un buen escudo puede parar todo ataque del enemigo espiritualmente. Satanás tira muchos dardos: tribulación, angustia, persecución, hambre, enfermedad, peligros y tentación.

Vemos también que el soldado romano tiene un escudo, y en la analogía paulina éste representa a la fe. La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Sin fe es imposible agradar a Dios. Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan. Este último texto pone de manifiesto un experimento curioso. Si yo me acerco a alguien es porque se supone que ese alguien está allí, a la vista, tangible, no necesito creer que está allí pues lo estoy viendo. Sin embargo, cuando se refiere a Dios, la Biblia me aconseja que crea que Él está allí, que existe. He pensado este texto muchas veces y he llegado a sostener que como Dios es Espíritu, y no puedo ver a un espíritu, se me hace difícil creer que esté presente. Vivimos tan sumergidos en el mundo de lo tangible que nos parecemos a Tomás, ver para creer. Eso no es necesariamente incredulidad, simplemente puede ser el producto de un hábito natural de nuestros órganos sensoriales. Yo me acerco a Dios, pero a cada rato debo creer que me estoy acercando a Él.

Por eso el cristiano normalmente ora con los ojos cerrados (no es una obligación o mandato), buscando concentración y evitando la distracción. Nos gusta hablar con nuestros amigos, con los familiares, encontrarnos con alguien en la vía pública, pedir direcciones, conversar. Pero al hacerlo con Dios nos sentimos cansados. Mucha gente piensa que es el diablo el que entorpece. Eso puede ser también un obstáculo. Pero creo que cuando se nos dice que es necesario creer que le hay (cuando nos le acercamos a Dios) se está reconociendo la dificultad implícita de hablar con alguien a quien no vemos físicamente. Sería mucho más fácil para nosotros –y quizás pasaríamos más tiempo en oración- si viésemos físicamente a Dios. Lo que quiero reconocer es que orar es un trabajo fuerte, por cuanto implica el esfuerzo de creer que Él está allí, en el sitio de oración. Vale la pena tener en cuenta esta realidad objetiva, que implica un esfuerzo extra por parte nuestra, pero que es inmediatamente recompensado: Él es galardonador de los que le buscan. Alcanzamos el premio por partida doble: de un lado al creer que está allí podemos conversar con Él y obtener las ventajas de esa conversación (son ilimitadas); de otro lado, al entender que es una conversación –-en donde el interlocutor también habla- vamos por la ayuda del Espíritu pidiendo conforme a su voluntad, por lo cual nos aseguramos de que nos oye, y de que obtenemos las cosas que pedimos.

Los dardos de fuego del maligno se atajan y se apagan en ese escudo de la fe. La duda es el dardo preferido del enemigo de las almas, también lo es la acusación acerca de que no estamos aptos para la oración, para la predicación, para el reino de los cielos. Dardos de fuego que nos acusan de hipócritas, pues ¿cómo vamos a predicar lo que nosotros no cumplimos? Pero, ¿quién cumple a cabalidad? Miremos a Pablo en el libro de Romanos, cuando dice miserable de mí, el bien que quiero hacer no hago, empero el mal que no quiero esto hago. Sin embargo Pablo siguió adelante porque su fe podía apagar ese dardo de fuego en su conciencia. David siguió adelante luego de su confesión y arrepentimiento, y alabó enormemente al Señor y se convirtió en un hombre conforme al corazón de Dios. Todo eso a pesar de su pecado de adulterio, engaño y homicidio. Independientemente de que recibió castigo pudo seguir adelante porque su fe apagó el dardo de fuego acusador.

La espada (vs. 17) Sabemos, una espada bien afilada corta. Así la Palabra, si la usamos como Dios manda es un arma agresiva, corta, penetra

Acá es necesario entrar en el otro concepto de la armadura del soldado romano, al que Pablo hace analogía. La espada del Espíritu, que es la Palabra, y la oración en todo tiempo. Estas son dos armas ofensivas muy poderosas. El escudo es un arma defensiva. El yelmo es arma defensiva. El cinto y la coraza también son defensivos. Pero la espada y la oración son ofensivas. Un soldado cualquiera que tenga un arma ofensiva de combate puede caer a tierra herido, y dependiendo de su gravedad sigue combatiendo. Sigue disparando hacia su objetivo, hasta que encuentra auxilio, hasta que el enemigo se haya retirado. Por eso se nos dice, orando en todo tiempo con toda deprecación y súplica en el Espíritu. Cuando hemos pecado (figura del cristiano herido) podemos seguir orando, pues la oración es un arma de combate. Pablo siguió orando, David se echó al suelo y oró a Dios cuando Natán le reveló su pecado. Ah, pero de seguro tiene en su mente ese texto de Isaías que dice que el Señor no oirá por nuestras manos manchadas de ¡sangre! Por nuestros pecados hay una barrera entre Dios y nosotros. Pero debemos entender al menos dos cosas en ese texto: primero, que David reconoció su pecado inmediatamente y se echó a tierra a suplicar; no esperó a estar limpio del pecado para ponerse a orar, pues ese sí sería un absurdo por lo imposible del hecho en sí (Si no se hubiera arrepentido David no habría sido escuchado). Segundo, que cuando en el Antiguo Testamento se habla de que Dios no nos oye por nuestros pecados, el sacrificio de Cristo todavía no estaba realizado en la cruz (pues sin nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios -1 Juan 3:20). De manera que ahora sí podemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia. Podemos seguir orando aún cuando hayamos pecado, pues la oración es un arma de combate espiritual y el pecado es una herida infringida a nuestro ser. Por supuesto, no estoy hablando de que podemos pecar libremente y sentirnos contentos. Pablo mismo dijo ¿cómo viviremos aún en el pecado? Eso es imposible, por nuestra nueva naturaleza. Lo que trato de exponer es sencillamente que orando en todo tiempo es precisamente en todo tiempo, no solamente en tiempo de absoluta santidad, también en tiempo de nuestras caídas. Pero de seguro que nuestras oraciones irán dirigidas con lágrimas, con arrepentimiento, pero dirigidas igualmente contra nuestro común enemigo.

De esta forma no caeremos en la trampa de abandonar nuestras armas ofensivas por el hecho de andar heridos. La Palabra de Dios, que es la espada del Espíritu, y la oración, otra arma de combate, unidas en perfecta armonía son letales contra nuestro enemigo. No puede resistir. A Jesucristo el diablo le tentó tres veces en el desierto, pero el Señor le respondió tres veces con textos de la Palabra misma. Y eso que Satanás argumentaba torciendo las Escrituras, como suele hacerlo, como lo hizo en el Génesis con Eva (conque te han dicho que no comas del árbol…). Ese dicho era de Dios, por lo tanto era palabra de Dios. Por eso se nos aconseja dos tácticas de combate muy relevantes: resistir al diablo (y de nosotros huirá, pues está vencido en la Cruz), y alejarnos de la tentación. No nos mandan a alejarnos de Satanás ni a huir de él; no, él es quien tiene que huir de nosotros cuando le resistimos con la Palabra y la oración, apagando sus dardos de fuego. Pero de la tentación tenemos que huir, no acercarnos a ella, pues nuestra concupiscencia, que es interna por pertenecer a nuestra naturaleza, nos seduce y nos tumba en el combate. Huid de la tentación es el mandato.

Si Satanás viviera en nosotros de seguro estaríamos caídos todo el tiempo. Pero mayor es el que está en nosotros que el que está en el mundo. Sin embargo, la vieja naturaleza con su concupiscencia habita dentro de nosotros, y el mejor consejo objetivo que se nos da en la Biblia es huir de la tentación, para no dar ocasión a la concupiscencia.

El apresto del evangelio (vs15) Es la buena disposición de anunciar el evangelio. Si los pies nuestros no los preparamos para llevar el evangelio de paz, no habrá paz.

El soldado romano necesitaba un calzado adecuado para pisar lo escabroso del terreno. Podía tener mucha destreza con sus armas, conocer técnicas de combate, pero si no pisaba adecuadamente en los irregulares terrenos del campo de batalla, un paso en falso le colocaba en desventaja frente a su enemigo. He allí lo importante del calzado, para que el pie se agarrara al terreno adecuadamente, y pudiera girar con la gracia y la rapidez del caso, tomando perspectivas visuales con sus giros que le permitirían enfocar su ataque o su defensa de la manera más apropiada. Ese calzado es el apresto del evangelio de la paz. El apresto es el aparejo, la disposición, la preparación para realizar algo. El aparejo del evangelio de la paz; tenemos paz para con Dios cuando estamos justificados por la fe. El evangelio de la paz es nuestro calzado, lo que permite que asentemos bien los pies en el terreno del mundo, lugar de nuestros combates. Aunque estamos en guerra espiritual nuestro aparejo es de paz. En medio de una tormenta marina se alza una roca que sobresale un poco a las corrientes del agua. En una pequeña hendidura de la roca yace un pájaro cantando, esperando que se calmen las aguas para echar a volar. Esa imagen es una imagen de paz. Nuestro evangelio no puede ser el del odio por las almas cautivas, pues se nos recuerda que nuestra lucha no es contra las personas (carne y sangre), sino contra huestes espirituales de maldad. El evangelio es la buena nueva de salvación, es Dios trayendo la paz y la reconciliación por medio de su Hijo. Esa debe ser nuestra perspectiva, ofrecer esa encomienda, la reconciliación por Jesucristo. Hay gente a quien le encanta añadir conceptos y doctrinas extrañas a la prédica del evangelio; hay quienes estructuran normas morales y reglas espirituales para incorporárselas a quienes escuchan sus palabras. Pero solamente se nos ha mandado a calzarnos con el aparejo, o con la preparación del evangelio de la paz. Una paz diferente a la del mundo. Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas de bien, del que publica salvación, del que dice a Sion! ¡Tu Dios reina!

Todas las partes de esta armadura no

 

son solo para ser analizadas sino

 

ponerlas y defenderse del enemigo.

 

El Diablo existe. Asecha, mezcla la

 

verdad con el error, cita textos de la

Biblia torcidamente para introducir lo

 

falso, trata de imitar a Dios haciendo

 

milagros. Siembra cizaña entre

 

hermanos. Necesitamos la armadura

 

de Dios para hacerle frente!

ARRIBA
ARRIBA
INICIO
INICIO
Escuchar, descargar y subir musica Cristiana totalmente GRATIS!